Lo he tomado prestado del Facebook.:
Esta es la historia de un profesor que andaba molesto desde que se
levantaba hasta que se acostaba. En las mañanas se vestía a toda prisa y
si su corbata no coincidía con el quinto botón de su camisa, ya
empezaba mal el día.
Iba al colegio y en el camino gustaba mirar las flores, porque amaba los colores.
Pero
si en la hilera de pétalos rojos aparecía un pétalo blanco, enseguida
se enfadaba y miraba fijo en otra dirección. Entraba a la sala de
profesores y saludaba a sus colegas, con frases del estilo: “bienvenido
al tormento”, que ellos respondían con un gruñido. En la clase no
aguantaba pulgas. No quería risitas al fondo ni preguntas tontas, porque
eso lo ponía de vuelta y media. Al mediodía se sentaba solo, con un
libro abierto y tomaba su merienda. Mientras leía, masticaba con gusto
los bocadillos que su mujer le preparaba. Pedía un café. Si el líquido
rebasaba la línea de la taza, volvía a su sitio apretando el plato y
maldiciendo. Afuera, la algarabía de los niños le ponía los nervios de
punta. Porque también detestaba los recreos, sobre todo cuando
atravesaba el patio y alguna pelota rozaba su cabeza.
O cuando un
chico, colorado como un tomate, tropezaba con él. De inmediato volaba al
baño a limpiarse el sudor. A la hora de salida, una pequeña sonrisa
animaba su rostro. Pero enseguida volvía su fastidio si escuchaba
murmullos en la fila. Permanecía un rato más en el colegio, corrigiendo
cuadernos. Cada dos segundos decía palabrotas porque faltaban tildes o
sobraban comas. A menudo le provocaba estrujar un cuaderno y tirarlo al suelo. Regresaba a casa cargado de libros para preparar la clase del día
siguiente. En el camino disfrutaba la caída de la tarde: poca gente en
las calles, las tiendas desoladas y los parques sin niños.
Seguía
con los ojos la sombra de su cuerpo. Le agradaba que su figura se
alargara, pero si se recortaba y ensanchaba se ponía de un humor de
perros. En casa lo esperaban su mujer y su hijo. Él ya había terminado
las tareas y ella lo atendía como a un rey. Juntos comían en silencio.
Sólo el profesor decía unas palabras y su mujer asentía. Nunca su hijo
hacía preguntas. Más tarde veían unos programas de televisión y al
primer bostezo del profesor, todos se acostaban sin hacer ruido.
El
profesor sentía que su hogar era perfecto, pero había algo que le
molestaba y no lo dejaba dormir tranquilo. Así era todos los días, hasta
que un día leyó un cuento titulado The grumpy teacher. Estaba en plena merienda y de a pocos abandonó el bocadillo que había preparado su mujer.
La
historia contaba de un profesor que renegaba todo el santo día y que
una tarde se disfrazó para saber si su hogar era perfecto, como él
creía. Llegó vestido de fontanero, con nariz y bigotes falsos. Ni su
mujer ni su hijo lo reconocieron y él los encontró correteando por la
casa.
“Nunca los había visto así”, se dijo el profesor.
Los
escuchó después, mientras fingía reparar una fuga de agua. Hablaban de
ciencias naturales (eran sin duda las tareas) y el niño hacía mil
preguntas.
“Como mis alumnos”, pensó el profesor.
Luego de un silencio, la mamá y el hijo soltaron grandes risas.
“Parecen felices… sin mí”, se dijo el profesor muy triste. Tan triste que no pudo continuar y ahí terminó el cuento.
Nuestro
profesor se quedó pensando, de codos sobre la mesa con su pan
mordisqueado y su café frío. Un buen rato después, se puso de pie.
Caminó a la Dirección del Colegio y conversó con el Director. Salió del
despacho, atravesó el portón del colegio y volvió a su casa, que a esa
hora estaba vacía.
De qué otro modo puede terminar este cuento, si no es que el profesor se sentó a escribir el cuento que lees.
Del cuaderno inédito Notas de colegio (Memorias)
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